Autobiografía

NACÍ EN INGLATERRA

Quizás no sea por casualidad que yo haya decidido comenzar una saga de artículos referidos a mi vida, en la primera entrega del año 2021. Este será un avance, o tal vez, un borrador de mis memorias. Espero contar con la bondad de mis asiduos lectores para que me acompañen a recorrer los enrevesados caminos que he debido transitar a lo largo de mi vida. Les ruego disculpar el hecho de que, algunas cosas concernientes a mi vida, la de mis amigos y conocidos, deban ser omitidas, al menos temporalmente, una vez que yo haya partido a encontrarme con el supremo creador, la decisión de qué hacer con ellas, quedará en manos de mis descendientes. Otra precisión que debo hacer, estas entregas no serán consecutivas, por el contrario, se irán alternando con mis publicaciones rutinarias.

Nací el 20 de mayo de 1959, mis nombres son:  Noel Vidal. Gracias a la decisión de mi madre, me escapé de la tradición del santoral del almanaque. Llegué a este mundo, en un centro poblado llamado Inglaterra, dentro del caserío Cerro Libre. Poblado adscrito al municipio Cuicas del estado Trujillo. Como casi todos los caseríos trujillanos, este también parecía ser un lugar olvidado por Dios y por los hombres. Debido a la carencia de servicios de salud cercanos, mi madre al nacer cada uno de sus hijos, al igual que todas las parturientas del lugar, debió ser asistida por la única comadrona del lugar: la madrina Ramona. Ella era, por efectos de los partos, madrina de casi todos nosotros, los habitantes del villorrio. Hasta la edad de 4 años, viví allí con mis padres y mis 2 hermanos, Nelson y Nerio, habidos en la segunda unión de mi madre. De su primera relación nacieron otros dos hijos, Alberto y Tomás, estos dos últimos, recientemente fallecidos.

Cerro Libre, como su nombre lo indica, es una elevación de terreno bastante pronunciada que se encuentra muy alejado de los principales centros poblados del estado Trujillo. Por el corto tiempo que viví allí y por mi corta edad, los recuerdos que conservo de ese poblado son escasos. Acudiendo a la nebulosa de mis recuerdos y a visitas posteriores, he podido precisar que en ese poblado no había tuberías de agua potable, ni luz eléctrica; se cocinaba con leña y la iluminación se hacía con lámparas de querosén o de aceite; tampoco había dispensario, ni liceo, solo una escuela que impartía educación hasta 6to grado de primaria; las necesidades fisiológicas debían ser practicadas en los montes o en letrinas y la ropa era lavada en los riachuelos cercanos. Los medios de transporte eran muy escasos y para ir hasta el pueblo más cercano, Monay, debíamos levantarnos de madrugada y caminar kilómetros y kilómetros, por los bordes de la montaña, para llegar hasta la carretera negra, como le llamaban a la panamericana, por donde pasaba un autobusito, conocido como el pescador.

Mi madre, María Damiana Camargo (1922-2010), mujer sencilla y bondadosa, pero con un fuerte carácter; medio leía y apenas garabateaba su nombre porque no había estudiado ni siquiera primer grado. Ella había desarrollado una destreza para confeccionar vestidos femeninos, nunca incursionó en el ámbito masculino. Recuerdo que tenía unas revistas de figurines de moda, de los cuales extraía los modelos que le ofrecía a sus clientas. Una vez contratado el servicio, las usuarias consignaban la tela y el precio de la mano de obra estaba fijado en 5 bolívares, los cuales eran abonados a razón de: un pago inicial de 1 bolívar y 2 cuotas de 2, la última de ellas, pagada a la entrega de la prenda de vestir.  Mi madre tenía unos moldes de papel sobre los cuales cortaba los vestidos y luego pasaba a coserlos en una maquinita de mano, marca “Singer”. Como mi madre era corta de vista, cuando se le rompía el hilo, mis hermanos y yo, ensartábamos la aguja nuevamente. Con los ingresos obtenidos por las costuras, mi mamá nos compraba los cuadernos y las alpargatas, ni soñar con zapatos. Nuestra ropita era confeccionaba por ella misma, mientras que mi padre sufragaba los gastos de la comida y medicinas.

Mi padre, José Cesar Álvarez (1904-1995) era un político, comunista, devenido en adeco; ex policía, picapleitos, leguleyo y dicharachero; honesto y sincero hasta la muerte. Como casi todos los comunistas, había leído infinidad de libros, conocimientos que plasmaba en un verbo muy cultivado y magnifica escritura. Por la carencia de fuentes de trabajo, mi padre se convirtió en jornalero y prestaba sus servicios en las haciendas del entorno. En paralelo fungía, de hecho, como juez de paz, registrador y notario. Cuando había un litigio por linderos de tierras, mi padre era llamado como “resolutor” de conflictos. Él medía las tierras y establecía los linderos. Sus dictámenes eran aceptados por todas las partes. Cuando alguien necesitaba vender una casa o terreno, mi padre redactaba los documentos, certificaba la venta y la entrega del dinero. La validez de sus documentos era aceptada en todos en los caseríos circunvecinos. Para mi sorpresa, todavía hoy se conservan algunos títulos supletorios emitidos por él.

Cuando estaba cercano a cumplir 4 años, nos mudamos para otro caserío, al lado de la carretera panamericana, llamado, El Batatillo. Allí llegamos a vivir en una casa de bahareque, techo de palma, piso de tierra y de nuevo, baños en los matorrales. Las camas eran unos catres de lona con las patas cruzadas, en forma de equis. Tenían unos bichitos alojados en sus intersticios, los comúnmente conocidos como chinches de cama. Esos benditos animalitos nos chupaban la poca sangre que teníamos y nos perturbaban el sueño.

Apenas llegado al Batatillo, comencé mi aprendizaje de lectura y escritura, en un libro intitulado “Juan Camejo”. Esa motivación provino, en primer lugar, de las caricias de un rejo de cuero de vaca, llamado “cariñosamente” el mandador, que blandía diestramente mi progenitora y después, por mi interés de leer los suplementos del Zorro; el Llanero Solitario; Santo, el enmascarado de plata; Red Ryder y las novelitas vaqueras de Marcial Lafuente Estefanía. Desde esa época, hasta ahora, nunca he dejado de leer, al menos una página de un libro, diariamente. En la próxima entrega, les contaré más acerca de mi infancia.

MI ADICCIÓN

Está es la segunda entrega de mi proyecto de autobiografía. Como recordarán, en mi primer artículo, Nací en Inglaterra, les hablé sobre mi llegada al caserío del Batatillo, hecho ocurrido en agosto de 1963. A los pocos días de nuestro arribo, se presentó a casa, uno de mis hermanos mayores, Tomás. Llevaba tomada de la mano, una niñita. Recuerdo que me llamó la atención su cabello alborotado.

—Mamá, esta es una de mis hijas, su madre me la entregó para que la criara y yo no tengo como hacerlo, así que se la traigo para que usted me ayude —dijo mi hermano.

Esa niña, cuyo nombre es, Rafaela, se convirtió, en corto tiempo, en la hija que mi madre nunca tuvo y en la hermanita que nosotros tanto anhelábamos.

En sitios como el Batatillo, carente de fuentes de trabajo, la vida era muy dura, pero a la vez, tranquila y pintoresca. Nuestro hogar estaba conformado por mis padres, mi hermanita, mis dos hermanos intermedios y yo, que era el “toñeco”. En aquel tiempo campeaba la pobreza, la comida era escasa y con muy pocos nutrientes: caraotas revueltas con huevos caseros, aderezadas con un fuerte picante, cultivado y procesado por mi madre, todo esto acompañado con las célebres arepas trujillanas, manjar delgadito que suelta la conchita por ambas caras, ese era nuestro habitual menú.

Cruzan por mi mente algunos pasajes tristes pero inolvidables, por ejemplo, cuando a mi padre, después de pagar los gastos, le sobraban unos bolívares, compraba un kilo de carne, ese día y los subsiguientes, eran de gran regocijo para nosotros. Igual cuando compraban mantequilla o sardinas en lata. Mi madre nos servía la comida a los 3 hermanos varones en un solo plato. Allí se ponía en práctica una frase que es muy popular en Trujillo: “No arrolle, ah rigor”. En esos lances, mis consanguíneos actuaban alevosamente en mi contra: inundaban el plato con picante para quedarse con mi comida. El picor era tremendo, pero el hambre era mayor. Yo iba comiendo y soltando lágrimas, pero llegado a un punto, el dolor era tan intenso que de mi garganta escapaban gritos. Mi madre intervenía, presta, para meter en cintura a los zagaletones. Hay un refrán que dice: “Mas pudo el hambre que el hombre”. Me las ingenié para que, cada vez que esto sucediera, no me encontrara desprevenido. Por ensayo y error, aprendí como neutralizar los efectos de la capsaicina del picante: cada bocado de comida picante lo suavizaba con un trocito de papelón. Creo que con ese método mis papilas se fueron fortaleciendo y el picante se convirtió en mi adicción, hasta tal punto que, quienes debieron tirar la toalla fueron mis hermanos.

En aquella época, debido a la ausencia de centros preescolares, los alumnos iniciaban su primaria directamente en primer grado y para eso debían contar una edad mínima de 7 años. Digo edad mínima porque la máxima no existía. Recuerdo que, en esos pequeños centros poblados, no era extraño encontrar jóvenes de 15 años o más, comenzando la escuela primaria, de hecho, conmigo cursó primer grado, un muchacho que debía tener como 18.

Ante las proximidades de cada periodo lectivo, los maestros visitaban las casas de los alumnos para ver sus condiciones de vida, a fin de determinar si era necesario incluirlos en el programa de comedores escolares. Por tal motivo, un día recibimos la visita de la maestra Mery. Después de responder las preguntas de la encuesta, mi madre pasó a hablarle de mi situación:

—Noel ya cumplió 5 años, aquí en casa aprendió a leer, a escribir, se sabe los números más que yo. Necesitamos que el vaya a la escuela para que aprenda mucho más.  pregúntele para que usted vea que no le miento.

Para verificar lo que había contado, mi madre me pidió que trajera el libro, Juan Camejo y un cuaderno, me pusieron a leer y a escribir palabras y números. La maestra se mostró sorprendida por mis habilidades, a pesar de tan corta edad y se comprometió a interceder con el director para que, por vía de excepción, me aceptaran en primer grado, a los 6 años. A los pocos días le comunicó a mi madre que su petición había sido aprobada.

Lo que yo no sabía, era que mi nueva condición de escolar traería cambios sustanciales en mi pequeño mundo. Un día vi a mi padre, en el patio de la casa, sentado en una piedra afilando una escardilla nueva. Con toda la parsimonia del mundo iba pasando por el extremo del utensilio, lo que conocíamos como “piedra de amolar”, la cual, en su contacto con el hierro, iba difuminando la pintura, sustituyéndola por un filo refulgente cuyo brillo encandilaba. Me quedé embobado, mirando el utensilio, tal como si hoy estuviera mirando un prototipo de formula 1. Como buen campesino, una de mis aspiraciones era tener una escardilla propia para emular las hazañas labriegas de mi padre. A un lado de mi progenitor, descansaba la vieja escardilla que aparentaba haber culminado su vida útil: “toroca” la llamábamos. Con la curiosidad propia de casi todos los niños, ansiosamente pregunté:

—Papá ¿Qué va hacer con la escardilla mochita?

—Pronto usted comenzará a estudiar, eso significa que ya es un hombrecito, por lo tanto, de ahora en adelante, usted se viene conmigo a trabajar en el conuco y esta toroquita será su arma de trabajo —respondió mi padre. Y así fue a partir de ese día.

Quien no haya labrado la tierra a pleno sol, con un calor rayando los 40 °C, no ha sentido nada. La vista se nubla y el día pareciera no acabar nunca. Esa ha sido una de las épocas mas duras de mi vida. Recuerdo que nos íbamos a la parcela con las primeras luces del alba para adelantar trabajo antes de que saliera el sol. Llevábamos la comida en una mapira, como le llaman en Trujillo, mapire en el resto de país. Dentro de ella un envase con revoltillo de caraotas con huevo y unas cuantas arepas, una botella de picante y una garrafa plástica con agua. A ese bastimento le llamábamos “avío”.

Después haber trabajado durante toda la mañana, al filo de mediodía, nos sentábamos en el suelo, a la sombra de un árbol de “canalete”. Formábamos un semicírculo con las piernas para depositar allí los platos de comida. Por cierto, ninguno de los platos que he comido a lo largo de mi vida, ha igualado en sabor o me ha proporcionado tanta satisfacción, como aquella humilde comida que degusté sentado debajo del canalete.

Por las noches casi no podía dormir a causa de los dolores de cintura y espalda, producidos por la posición inclinada en que efectuaba mis labores. Todo el tiempo estaba comiéndome los sesos para inventar como zafarme del escozor en la piel producida por el sol que parecía querer achicharrarme hasta los intestinos. Inventé entonces que, a cada hora, por lo menos, iba a tomar agua. Como la distancia era larga, eso me daba un ligero respiro. Noté que mi padre me observaba con el ceño fruncido hasta que un día explotó, diciendo:

—A partir de mañana no volveremos a traer agua. A ver si así, usted deja de pajarear y se dedica a trabajar.

Esa fue una estocada muy fuerte para mí, pero, de acuerdo a los valores que recibíamos en nuestra crianza, lo que decían nuestros padres era “Santa Palabra” y nosotros, sus hijos, nunca nos atrevimos a contradecirlos. Por ahora me despido, continuaré relatando mis experiencias en próximas entregas.

MI TERRUÑO

Hace poco tiempo me hicieron una entrevista radial, en la cual querían conocer, fundamentalmente, el lugar donde me había criado. Allí me di cuenta de lo poco que he comentado sobre el Batatillo.

El Batatillo es un caserío ubicado en la carretera panamericana vía Monay, situado entre La Pastora, estado Lara y Monay, de Trujillo. Está ubicado en una zona llana, conocida como los llanos o las sabanas de Monay, estratégicamente situado en un valle, rodeado por los cerros de Santa Cruz, El Morro y San Isidro. Por estar asentado a 290 metros sobre el nivel del mar, registra unas altas temperaturas que en algunas ocasiones alcanzan hasta los 40º. Según las pocas estadísticas existentes, registra una población cercana a los 3 millares de habitantes.

Mi pueblo de adopción cuenta con tres corrientes de agua. El río San Antonio, de aguas no muy limpias donde no es sano bañarse. La quebrada de las Mulas, múltiples pozos adornan su paso por nuestro pueblo, empezando por mi preferido: el pozo de la Peña, fuente de agua fría y cristalina que baja por una cascada natural, esculpida, me imagino que por el paso del tiempo, en una piedra, culmina en una piscina natural construida en la base de la misma piedra. Su temperatura es muy baja por lo que cada vez que uno se baña, sale tiritando por el frío.  Espectáculo que marcó mi infancia y dudo que jamás logre olvidarlo. Quebrada abajo se encuentra el pozo del tanque, seguido del pozo de la raíz, el de la pollera para culminar su paso por el Batatillo con el pozo del puente. El caño del alumbre, esta es una corriente con muy escasa circulación de agua, solo incrementada en las temporadas de lluvia. Creo que su denominación se debe a que allí se podía encontrar el mineral del cual recibe su nombre.

Recuerdo que, los fines de semana nuestros padres preparaban un día de campo y nos llevaban a bañarnos en esa quebrada de las mulas. Mi mamá preparaba unas ricas arepas, cuajada, agua miel y pasábamos los días felices y contentos, bañándonos en los pozos y degustando los manjares. Por cierto, olvidé comentarles que en las cercanías del Batatillo, también hay otro manantial de agua dulce, al cual le hicieron una canalización para convertirlo en un surtidor para camiones cisternas. El agua la llevan a los poblados vecinos que no les llega agua por tubería. En ese sitio, conocido como los chorritos, se reúnen muchas personas, unos a lavar carros, otros a llenar envases y muchos a bañarse

La economía del Batatillo está basada en la cría de ganado vacuno, porcino, ovejas, chivos y gallinas. Hace muchos años, en las riberas del río San Antonio, estaba instalada una refinadora de arena para la extracción de sílice, llamada “La Aresca”, esta empresa era un proveedor seguro de empleo para los lugareños, desafortunadamente, cesó sus operaciones en la década de los 70.

Contribuyen con la economía diversas especies frutales como el mango, guayaba, guanábana, patilla, lechosa, piña aguacate, limón, naranja, plátano, cambur, mamón, curibijuri y una de las frutas más deliciosas que he probado, pero que nunca más he podido encontrar, nosotros la llamábamos “modroño”, últimamente me he enterado que su nombre es madroño. También se cultiva en buena escala el maíz, caña de azúcar, ají dulce y picante, yuca, auyama, ajonjolí, entre otros. En las cercanías del Batatillo abundan los pastizales espesos, con especies de árboles superiores a los 20 metros como el caracolí, el canalete y la ceiba.

Entre las especies animales más comunes que se pueden encontrar en los alrededores del Batatillo, están, el rabipelado, conejo, zorro, cachicamo, iguana, tragavenado; y aves como el loro, el arrendajo, el azulejo, la chupita, el titirijí, el carpintero, la tortolita, el perico, la garza, la golondrina, la perdiz y el alcaraván.

En 1963, época en la que llegué al Batatillo, recuerdo que en la estación de gasolina que funciona en el pueblo, había un árbol de Batatillo, inmenso, gigante diría yo, el cual le daba el nombre al pueblo. Alrededor de este colosal espécimen fue colocado un redondel que servía de asiento para todos los visitantes, quienes se recreaban a la sombra del árbol. Los niños jugaban entre sus variados troncos, mientras que, los adultos lo utilizaban como sitio de tertulia y terminal de carritos y autobuses. En un pueblo donde había escasos espectáculos, la mayor diversión era sentarse en el redondel del árbol a ver el paso de los carros por la carretera. Desafortunadamente, hace tiempo enfermó y murió el árbol y con él se marchó parte de la historia del pueblo.

El Batatillo era un pueblo muy pintoresco, su patrona, la virgen del Carmen, era agasajada con grandes fiestas, en fechas cercanas al 16 de julio de cada año: carreras de caballos; de burros; de bicicletas; de sacos; palo encebado. Una atracción especial era, la llegada del carrusel del viejo chato, como lo llamábamos. También el sr. Valentín vestía la cruz de mayo y organizaba grandes parrandas en su honor.

El pueblo tenía una calle principal y como tres secundarias, todas de tierra. Recuerdo que por el centro del pueblo pasaban los postes y las cuerdas del telégrafo y una de nuestras diversiones, al salir de la escuela era pegar el oído a los postes de madera para escuchar unos raros sonidos que despedían.

Cuando mi familia se mudó, desde Cerro Libre para el Batatillo, en este ultimo pueblo, casi todas las casas eran de bahareque, techos de palma, pisos de tierra, sin agua de ningún tipo, la cual debíamos cargarla en tobos desde sitios muy lejanos. Las necesidades fisiológicas eran practicadas en los montes o en algunos casos en letrinas, el papel higiénico era inexistente. Nos alumbramos con velas, mechurrios, lámparas de querosén y un poco después con lámparas de gasolina. Se cocina en fogones de leña o en cocinitas de querosén.

Las bodegas usaban neveras de querosén y a falta de luz, cerraban cuando oscurecía. Los radios eran de pilas, las planchas eran de hierro y se calentaban en brasas. En el año 1974, en casa de unos vecinos que tenían una planta de gasolina, vi mi primer programa de televisión: el Zorro ¡Por fin! en el año 1975 llegó la electricidad al Batatillo y con ella desaparecieron los espantos, reales o imaginarios. Para concluir esta parte, quiero desearles una feliz navidad y pronto nos leeremos nuevamente, para seguir contándoles acerca de mi vida.

MI VIDA EN LA ESCUELA

Comencé mi educación primaria, en El Batatillo, a los seis años. Me tocó en suerte, una maestra llamada Mery, era un amor de persona. A los pocos días este caramelito de persona, fue sustituida por una mujer de carácter hosco, siempre parecía estar amargada. Este último personaje, de cuyo nombre no quiero acordarme, era una mujer alta y desgarbada. Debido a la niñez, mi cálculo de edades era bastante limitado, sin embargo, creo que debía andar por los treinta largos. Soltera para el momento de comenzar a darnos clases, aunque a los pocos meses contrajo matrimonio, pero lejos de mejorar, su carácter pareció empeorar. Durante el tiempo en que fui su alumno, en muy pocas oportunidades le noté una sonrisa.

Siempre tuve habilidad para la lectura, por tal motivo, con regularidad era requerido para ejercitarla frente a mis compañeros de aula. Lejos de agradarme, cuando era llamado, comenzaba a temblar porque intuía como acabaría aquello. Por supuesto que, a causa del temor que me infundía la educadora, gagueaba y equivocaba los textos. Cuando esto ocurría, la maestra se me acercaba por la espalda, algunas veces para retorcerme las orejas, otras para golpearme con el borrador en la cabeza. Cuando se le exacerbaba el carácter, me golpeaba en los brazos y espalda con una regla de madera en forma de “T”, pero el castigo que mas parecía gustarle, era cuando nos hincaba en un limpiador de pies, elaborado con chapas de refresco, cuya parte cortante quedaba hacia arriba y allí, precisamente, era en donde nos obligaba a arrodillarnos.

Todos se preguntarán ¿Dónde carrizo estaban los padres que permitían esa salvajada? Pues déjeme contarles que, en esa época, los maestros estaban autorizados por los representantes para “disciplinar” a los alumnos, en la forma que consideraran conveniente. En consecuencia, si yo iba con ese cuento a casa, corría el riesgo de sufrir otro castigo por presunción de mal comportamiento. Así que mi actitud era: calladito te ves más bonito. Me consolaba pensando que cuando subiera de grado, me libraría de la arpía.

Mi alegría se desvaneció al inicio del nuevo periodo. Allí estaba, nuevamente, la maestra con su mejor rostro de villana. Debo reconocer que, no solo yo era objeto de castigos, por el contrario, dentro de mi mala suerte, posiblemente era uno de los más favorecidos. Tengo esa impresión porque fui testigo de palizas a correazo limpio que le fueron propinadas a compañeritas. En el segundo grado, debíamos haber aprendido a escribir letra cursiva y perfeccionar nuestro estilo de escritura, pero a mí, el miedo y los golpes, me impidieron afinar el lápiz, carencia que, al día de hoy, todavía me acompaña.

Creo haberles contado que, nuestra escuela estaba ubicada en varias locaciones. Cuando llegué a tercer grado me tocaba ver clases en la casa del Sr. Cruz Sánchez, una vez más me llevé una amarga sorpresa. Nuestra, aparente, eterna acompañante, estaba sentada detrás del escritorio esperando a sus futuras víctimas. Otro año mas de golpes y coacciones. Hoy esas acciones serían calificadas como “bullyng”, pero en aquel entonces, no era de uso común ese término. Dentro de toda esta tragedia debo confesar que, durante los tres años de esta desdicha vivencial, tuve tres momentos de respiro: cada año, la maestra daba a luz y se ausentaba durante tres meses. Por muy malo que nos resultara el suplente, siempre sería un oasis en medio de ese desierto educativo.

Un viento fresco comenzó a batir para mí, al llegar a cuarto grado. Afortunadamente, en este nivel nos asignaron una nueva maestra, llamada, Rosa López, a quien apodaban “la diabla”. La verdad. no se le veían cuernos ni cola por ningún lado, pero la picardía del varón, a pesar de mi corta edad, me permitía admirar su bien pronunciada y contorneada parte posterior. La profesionalidad y el carisma de esta educadora, me hicieron valorar de nuevo la labor docente y a través de su enseñanza, por fin, pude exhibir el potencial reprimido por el miedo.

Llegué al penúltimo grado de la educación primaria y allí continuó mi buena racha, tuve además de buenos maestros, la suerte de estrenar la sede del nuevo grupo escolar. Edificación que, por vez primera, concentró todos los grados en un mismo sitio. Comencé estudiando quinto grado con un excelente maestro de nombre Erasmo Mejías, quien fue sustituido a los pocos días. Esta temporada tuvo unas características muy particulares: quinto y sexto grado eran dictados por el mismo maestro, en un solo salón y en forma simultánea.  Recuerdo que se celebraban debates entre los dos grados y modestia aparte, nunca fui derrotado por un alumno del grado superior.

Mención aparte merece el que sustituyó al maestro Erasmo: Luis Alirio Arriaga, fue mi senséi educativo. Durante dos periodos lectivos, quinto y sexto, me formé bajo su dirección y creo que, ese tiempo fue mi recompensa por lo vivido en los tres primeros grados. A ese extraordinario maestro, le debo buena parte de lo que he llegado a ser en la vida. Lo recuerdo como un hombre de avanzada edad, alto, calvo, cojo de una pierna, con un brazo medio torcido. Tenía un ojo extraviado, especial característica que le permitía mirar, al mismo tiempo, para dos lados diferentes. Sus carencias físicas eran suplidas por un corazón de oro y una vocación pedagógica a toda prueba.

El Maestro Arriaga me enseñó que, más que la inteligencia y rapidez para captar las cosas, lo que siempre rinde frutos es la constancia en pensar y actuar. Aprendí con él que, quien te adula no necesariamente te está ayudando y, por el contrario, quien te adversa, indirectamente, te apoya para fortalecer tu carácter y desarrollar tu intuición; me inculcó que siempre debes poner la mirada lejos, oteando el horizonte, pero sin perder de vista los baches más cercanos, Me aconsejó que todos los días tratara de avanzar, aunque fuera un paso, sin retroceder ninguno. También me ayudó a fortalecer el espíritu lector, a través de un pacto de caballeros: él me prestaba un libro, mi compromiso era leerlo para luego discutir su contenido. Eso ciclo se repitió muchas veces durante los dos años que fue mi guía. Ignoro si el maestro Arriaga continua vivo, pero a través de este escrito quiero rendirle un sentido tributo. En el próximo escrito seguiré hablando de mi estadía en Trujillo.

Atropellé a una niña

Antes de continuar con la cuarta entrega de la serie de artículos sobre el proyecto de mi biografía, quiero dejar sentados varios puntos: a)Profeso un profundo amor y respeto por los caseríos trujillanos que me vieron nacer y crecer; 2)Siento un especial orgullo por mi origen humilde; 3)A pesar de no ser particularmente inteligente, la constancia que he desarrollado a lo largo de mi vida, me ha permitido suplir esa carencia; 4) La narración de mi historia no pretende inspirar lástima, por el contrario, con ella quiero evidenciar los milagros que produjo y que puede producir la movilidad social, circunstancia que hoy no existe en Venezuela.

Para concluir esta introducción quiero confesarles otra actitud que ha caracterizado toda mi vida, la irreverencia. Es decir, luchar contra el statu quo cuando no estoy de acuerdo con él. Les cuento dos hechos que han delineado ese rumbo: el primero, cuando comencé a trabajar con mi hermano, compré un reloj Mulco, por desconocimiento me lo coloqué en la muñeca derecha. Mis amigos se burlaron de mi torpeza y yo nunca cambié ese hábito, es más, cuando he tratado de colocarme el reloj en la izquierda, lo he destrozado. El segundo caso fue cuando, me dijeron que no se podía aspirar a la reelección en Fedecámaras, yo la intenté y estuve a un tris de lograrla y si pudiera dar marcha atrás en el tiempo, hoy la volvería a intentar.

Pero ahora, a lo que vine, con este artículo culmino la parte de mi niñez y adolescencia que se desarrolló en el Batatillo, estado Trujillo, poblado del cual me separé en abril de 1975, próximo a cumplir 16 años. Cuando comencé mi primer grado a los 6 años, inmediatamente mi padre me llevo a trabajar en la parcela a cultivar maíz. Esas labores las cumplía después de salir de la escuela, entre lunes y viernes. También, por esa misma época, uno de mis hermanos mayores, Tomás, quien tenía una empresa comercial, les planteó a mis padres la posibilidad de que yo ingresara a trabajar en su negocio, los fines de semana.

En el trabajo con mi hermano adquirí algunas prácticas que me han servido a lo largo de mi vida. Nos inculcó la vocación de servicio y el buen trato al cliente; la diplomacia en el trato con el público, así como, la honestidad en la entrega de lo prometido y sobre todo, un indoblegable espíritu para no dejarse vencer por las adversidades. Esto quedó demostrado cuando a mi hermano se le quemó el negocio y desde cero se levantó de nuevo. Con Tomás, también desarrollé la disciplina laboral y el espíritu empresarial que me han acompañado durante toda mi vida. Allí recibí el primer salario de mi vida: 3 bolívares que me eran pagados religiosamente al término de cada jornada laboral.

Al culminar el sexto grado de primaria, quedé en un interregno en cuanto a mis estudios, ya que, en el Batatillo no había liceo. Por aquella época, realicé la Primera Comunión y me quedé ayudando en la preparación de la misa. El sacerdote se empeñó en que yo debía estudiar para ser cura, pero mis padres no tenían dinero para sufragar el costo de los útiles: allí se desperdició la oportunidad de que yo le sirviera directamente a Dios. En el pueblo de Cuicas, distante unos cuantos kilómetros de nuestro Caserío, existía un liceo y un internado, regentado por el sacerdote, Luis Pardo Mancilla, con un costo mensual de 150 bolívares. Le planteé esa posibilidad a mi padre y él, con tristeza marcada en el rostro, me confió que solo ganaba 168, lo que apenas nos alcanzaba para mal comer. Pasé noches enteras llorando, quejándome amargamente de no poder estudiar, pero esa era la realidad del campo y creo que ahora ha empeorado, Pero como dice el dicho: Lo que no mata, fortalece.

Al concluir la primaria, a causa del tiempo libre se incrementaron mis actividades, a las jornadas en el conuco, se sumaron más días de labor en el negocio de mi hermano. Comencé los pininos como conductor de camiones. Como todos mis contemporáneos me ejercité en ciclismo y natación; jugué beisbol hasta los 16 años; practiqué boxeo, a escondidas de mis padres, realicé 34 peleas, de ellas todavía guardo ingratos recuerdos: 2 dientes partidos y la desviación del tabique nasal.

En nuestra vida existen unos eventos llamados parteaguas Una de esas actividades deportivas me impulsó a salir de mi zona de confort. Regresando por la noche de una larga rodada en bicicleta, me desplazaba por la calle principal del pueblo, de repente, en mi trayectoria se atravesó una niña, sin poder evitarlo, la atropellé violentamente. Los familiares me gritaban que la había matado y ante las posibles agresiones, puse ruedas en polvorosa. La niña fue llevada al hospital y afortunadamente todo quedó en un susto, pero yo, a través de mi hermano y jefe, tuve que asumir todos los gastos de traslado y medicinas. 80 bolívares, me costó el hecho, casi un mes de trabajo, Eso redujo los 400 bolívares que tenía ahorrados. Allí decidí que mi vida debía tomar un rumbo diferente y me dispuse a venirme a Caracas. Por cierto, pasados los años tuve la oportunidad de hablar con la joven que había atropellado y le agradecí el impulso que había dado a mi vida y nos reconciliamos.

En cumplimiento de la decisión que había tomado, pedí la bendición a mis padres, antes de marcharme. Mi llorosa madre me despidió como quien despide a un muerto, no era para menos, en un país donde las comunicaciones telefónicas eran casi inexistentes y llegar de Trujillo a Caracas, después de atravesar las 480 fatídicas curvas de San Pablo, tomaba más de 12 horas, lo que era toda una odisea. Me vine en un autobús de la línea Las Delicias y llegué al Terminal del Nuevo Circo, con un inmenso capital de 295 bolívares, después de pagar los 25 del pasaje. Traía una vieja y destartalada maleta, amarrada con unas cabuyas, pero llena de sueños para comerme al mundo. Ahora me tocaba buscar la casa de mi tío Regulo, quien vivía en la UD2 de Caricuao. Mi vida en la gran ciudad, comenzaré a narrarla en un nuevo artículo.

Un campesino en Caracas

Como mencioné en el anterior artículo, llegué a Caracas en abril de 1975. El 20 de mayo de ese año cumpliría 16 años. Mi tío Regulo, hermano de mi madre, me alojó en su casa, en el bloque 8 de la UD2, en Caricuao. Su esposa, Cristina, una de las personas más bondadosas que he conocido, me adoptó inmediatamente como uno más de sus hijos. No sé por qué nunca pudo aprenderse bien mi nombre y optó por llamarme “Inoel”. Yo acepté ese apodo cariñosamente.

Caracas no me recibió muy bien, ya que el primer día que salí con mi tía, ocurrió un hecho que jamás olvidaré. Mi tío Regulo y su esposa prestaban servicios en el INAVI. Ella cobraba su sueldo en una taquilla de ese instituto, ubicada en el bloque 40 del 23 De Enero. Fuimos allí en busca de su paga. Mi tía se formó en la cola y yo me quedé parado al borde del pasillo, en la planta baja. No habían pasado ni 10 minutos cuando de repente cayó a mis pies una mujer que se había lanzado desde la azotea del bloque. Jamás olvidaré el golpe seco del cuerpo al chocar contra el suelo y el rictus agónico de la señora. Salí corriendo sin rumbo fijo, menos mal que mi tía me alcanzó y me abrazó. Pasé varias semanas sin lograr conciliar el sueño: cuando cerraba los ojos, rememoraba el sonido del cuerpo chocando contra el piso.

A pesar del incidente suicida, mi tía tuvo la entereza de llevarme a hablar con sus amigos para que me consiguieran trabajo. Por tratarse de una amiga, hicieron una excepción conmigo debido a mi edad. Los señores tenían cuadrillas de obreros que trabajaban por contrato para el INAVI. Operaban desde un vivero de la institución ubicado frente al bloque 37 del 23 De Enero. Inmediatamente me contrataron. Cada cuadrilla estaba compuesta por unas 30 personas aproximadamente. Sus labores habituales consistían en limpiar las instalaciones y los alrededores de los bloques y casas construidos por el INAVI. Así recorrimos los bloques y casas del 23 De Enero, Casalta, la Bombilla, Coche, el Valle, Santa Eduvigis, la Cota 905, las Acacias y otros que se me escapan de la mente.

Todos los días a las 7 am nos montábamos en un camión volquete, conocido como volteo en Trujillo, y salíamos a limpiar las edificaciones. Nuestras herramientas de trabajo eran botas y bolsas plásticas, rastrillos, carretillas, guantes y machetes. La mayoría de los bajantes de los bloques estaban destruidos, por lo que la basura era arrojada a la parte trasera de los bloques. Desde allí teníamos que recogerla; limpiábamos las alcantarillas y cortábamos el monte de los alrededores. Mientras desbrozaba el monte, yo pensaba: “Parece que nunca podré separarme del machete. Salí de Trujillo para dejar de trabajar con él, y aquí me tienes, de nuevo caí en sus redes”.

A pesar de todas las dificultades vividas en ese trabajo, también hubo incentivos que no puedo dejar de reconocer. Yo venía de ganar 3 bolívares diarios en el trabajo con mi hermano, y de la noche a la mañana, un astronómico sueldo de 700 bolívares mensuales entró en mis bolsillos. Esa suma equivalía a unos 162 dólares. Aquello fue una locura, no sabía qué hacer con tanto dinero. Compré ropa, zapatos, ayudé a mi tía y finalmente pude darles dinero a mis padres. Sin embargo, la temporalidad de las cosas buenas es un hecho irreversible; el trabajo en las cuadrillas solo duraba 2 meses y luego se tenía que cumplir un período de cesantía de otro par de meses.

De mi experiencia en las cuadrillas de trabajo, tengo muchas anécdotas, algunas gratas y otras no tanto. Mientras trabajábamos en los barrios, los malandros cuidaban de nosotros y nos ofrecían alimentos. Juan Ramón, el contratista, siempre mencionaba que en su grupo solo tenía 4 obreros eficientes: 3 viejos y un muchacho; este último era yo.

Para concluir este escrito, comparto una anécdota humorística. En el primer día de trabajo, nos llevaron a limpiar las alcantarillas del barrio San Antonio, en el Valle. Nos entregaron palas, rastrillos y alguna que otra carretilla. Con mucho ímpetu, comencé mis labores. De reojo noté que el caporal no perdía detalle de mi trabajo. Nervioso por sentirme el centro de sus miradas, trabajé aún más intensamente. Hacia el mediodía, el jefe me llamó aparte del grupo para decirme que aquel contrato debía durar 2 meses y que yo pretendía terminarlo en un día. “Hágase el loco por allí, como hacen todos”, me ordenó.

Llegó la perrera

En los últimos meses, la crisis económica y social ha hecho metástasis en Venezuela, debido a ello el sistema de transporte superficial prácticamente ha desaparecido, en su lugar se viene abriendo paso, un abominable mecanismo de transporte, coloquialmente llamado “La Perrera”. De mi época de labriego, en los llanos de Trujillo, recuerdo dos elementos que recibían ese mismo remoquete El primero era utilizado para calificar a las camionetas en que se transportaban los policías por los distintos pueblos del estado y el segundo era un rudimentario medio de transporte utilizado para transportar animales de un lugar a otro.

La Recluta fue un mecanismo que utilizó el gobierno durante años para completar su contingente militar. Todo venezolano mayor de 18 años que no tuviera su inscripción militar, era calificado como “Renuente” y como tal, perseguido y capturado, incluso dentro de su casa. Una vez atrapado, el Renuente era trasladado por la policía municipal en una camioneta Pick-Up. El vehículo tenía una cabina cerrada con rejas por los lados. Por estas particularidades, la camioneta era conocida como: La Perrera. Con el paso del tiempo, metonímicamente “La Recluta” pasó a ser conocida con este nombre. Ante el desprecio popular y la suspicacia de los jóvenes, los reclutadores empezaron a vestirse de civil y a utilizar camionetas no policiales, a fin de pasar desapercibidos.

De esa época recuerdo las furiosas carreras que se pegaban los jóvenes ante la presencia de un carro sospechoso de ser reclutador. Un día a mi pueblo por adopción, El Batatillo, llegó la Recluta, perfectamente camuflada. En la calle principal, agarraron un joven a quien nosotros, amistosamente, llamábamos “el tuerto Asunción”, debido a que tenía un ojo en blanco. Asunción ni siquiera se inmutó ante los agentes de la ley y enseguida les argumentó, que él, no era apto para el ejército porque le faltaba un ojo. Uno de los policías lo increpó duramente ¿Entonces por qué usted no corrió al vernos? Asunción le respondió: ¡porque yo no sabía que ustedes eran la perrera! Inmediatamente se lo llevaron detenido por irrespeto a la autoridad.

Mi niñez estuvo plagada de profundas carencias económicas. Los alimentos no abundaban por aquellos lares, y si los había, la estrechez monetaria no permitía su adquisición. Cuando mi papá podía ir a la pesa a comprar un pedacito de carne, mi mama lo salaba y colgaba en un gancho arriba del fogón y desde allí comenzaba a cortarle “chicharroncitos” para repartírnoslos los fines de semana: esos eran nuestros días de fiesta. Debido a nuestras penurias alimentarias, mi abuelo, mi padre y mi hermano mayor, salían a rebuscarse por las montañas, recolectando frutos y cazando animales silvestres, siempre iban acompañados de un armatoste tirado por burros a cuyas cuestas llevaba las especies recolectadas o a un grupo de perros cazadores. Aquel rudimentario artefacto era conocido como: La Perrera.

Con el advenimiento de las perreras, en Venezuela estamos viviendo una época de Realismo Mágico. De un solo tirón nos hemos retrotraído a los inicios del siglo XX. Aterrizamos en reversa en la Venezuela rural, aquella que habíamos dejado atrás cuando el país se urbanizó, tanto así que la ONU nos catalogó en la década de los 60s, como el primer país de Latinoamérica que se incorporaría a las vías del desarrollo. ¡Qué magnífica oportunidad perdida! Cuanta torpeza y mala fe nos han traído estos tiempos revolucionarios. Pero esto nos deja como lección para el futuro, que al contrario de cómo señaló un político venezolano: los pueblos si se equivocan. Quizás no lo hagan por mala fe pero si por desconocimiento. Entonces la deuda no saldada por el sistema democrático venezolano es: ¡la educación del Pueblo!

Quise tener un juguete navideño

No es que la época navideña me llene de melancolía, no. Afortunadamente la vida me ha recompensado mucho en el plano familiar y profesional, lo cual hace que los recuerdos tristes queden atrás, cual si de pequeños lunares en la piel se tratara. De todas formas, voy a contarles lo que me ocurrió un 24 de diciembre, hace ya, como 55 años.

Para que la historia tenga sentido debo confesarles que, por las precarias condiciones económicas de mis padres, de pequeño, yo nunca tuve un juguete. Por supuesto que salivaba como el lobo ante la oveja, cuando veía niños jugando con carritos o bicicletas. Cuantas veces lloré hasta quedarme dormido, solo de pensar lo que podría disfrutar si hubiera tenido un carrito, un avioncito o quizás una pistolita de las que despedía luces cuando se le apretaba el gatillo.

Ese 24 de diciembre del que quiero hablarles, estaba yo sentado, en el tronco seco de un árbol caído, cerca de mi casa, triste y pensativo, dejando volar mi mente para construir sueños idílicos, en donde yo, era el protagonista de la historia y tenía todo lo que se me antojaba. De pronto, mi madre se me acercó por la espalda, interrumpiendo mis cavilaciones:

―¿Qué le pasa Vidal? Como ella cariñosamente me llamaba.

―¿Mamá, por qué no puedo tener un avioncito como mi amiguito Jonathan? ―le pregunté

―Por qué nosotros somos muy pobres y no tenemos plata para comprarle juguetes―me respondió mi madre con el rostro acongojado.  Pero espere ―de repente se le iluminó el rostro y metiendo la mano en el delantal sacó un bolívar de plata. Vaya al negocio de su hermano Tomás y pídale que le dé un juguete por esa moneda.

Con el corazón queriendo salírseme por la boca, salí corriendo rumbo al negocio de mi hermano.

―Hermano véndame un carrito de a bolívar ―pedí yo, emocionado.

―El último lo vendí hace un rato y no costaba uno, sino tres bolívares ―me respondió mi hermano.

Esa fue la única vez que estuve cerca de tener un juguete, por supuesto, me fui a la casa llorando y le devolví la moneda a mi madre, quien, a fuerza de abrazos y besos, como todas las madres, me devolvió la alegría perdida.

Moraleja de esta, no tan feliz, historia navideña: Siempre procuré que a mis hijos no les faltara un juguete, si no, los más caros, por lo menos, los que nosotros, astutamente, inducíamos que le fueran pedidos al niño Jesús.

La fe nos trajo la lluvia

A quienes no saben mucho acerca de mí, quiero confesarles algo: soy profundamente creyente en Dios, cristiano, católico, miembro-directivo de una orden dependiente de la Iglesia Católica, sin embargo, como hombre de fe, me caracterizo por la amplitud de pensamiento, es así como entre mis amigos cuento con evangélicos, testigos de jehová, judíos, mormones, musulmanes, entre otros. Como columnista procuro no mezclar los temas religiosos con los políticos o económicos. Para mantener la gimnasia alejada de la magnesia, en esta oportunidad abordaré un tema religioso exclusivamente.

En un mundo cada vez más politeísta, procrastinador de la figura del Supremo Creador. No quiero causar polémica entre los adelantos técnicos utilizados para el tratamiento del coronavirus y el poder sanador residente en la oración, por el contrario, estoy convencido de que, la acción complementaria puede dar mejores resultados. A los efectos de matizar las controversias, reubicaré los términos del viejo refrán: “con el mazo dando y a Dios rogando”. Creo que la fe sí mueve montañas y su efecto purificador viene envuelto en la oración. Cuenta la leyenda que cuando Hitler iba a invadir Inglaterra, Churchill pensó que el único recurso que les quedaba era orar y mandó a crear grupos de oración por todo el país. Hitler nunca logró llegar a Inglaterra porque al parecer una niebla muy intensa la cubrió. Tiempo después la Reina de Inglaterra expresó: «Le temo más a un ejército de personas orando, que a un ejército militar».

Para continuar transitando el camino de la fe, me viene a la mente un hecho que presencié a inicios de la década de los 70. En aquella época era yo, junto a mi difunto padre, un labriego cultivador de maíz en el Batatillo, mi terruño trujillano. Estábamos atravesando una época de intensa sequía, no recuerdo el mes, pero la ausencia de lluvia ya duraba un año y las cosechas estaban a punto de perderse. Alguien del caserío tuvo la idea de proponer que se hiciera una rogativa para solicitarle a Dios, a través de San Isidro Labrador, que perdonara nuestros pecados y permitiera que la lluvia retornara.

Quedé momentáneamente sorprendido porque siempre había escuchado que a San Isidro se le invocaba para que quitara el agua y no para que la pusiera. Con el paso del tiempo llegué a saber que este santo es el patrono del clima, y por lo tanto no solo “quita el agua y pone el sol”, sino que también quita el sol y pone el agua. El caso es que, unas 100 personas, entre hombres, mujeres y niños comenzamos la rogativa como a las 2 de la tarde. A la cabeza de la procesión iba un señor, llamado Andrés Manuel, portando la imagen del santo, este señor de repente hizo la siguiente proclama: “lo más seguro es que al final de esta invocación, todos retornemos emparamados a consecuencia del palo de agua que caerá”.

El escepticismo de la juventud me hacía poner en duda la afirmación efectuada por el señor que llevaba el santo, esto corroborado con lo que pude percibir al momento. Utilizando el sombrero que llevaba puesto, como escudo, miré al cielo, estaba azul, limpio, claro, sin ninguna nube surcando el horizonte. El sol de los llanos trujillanos azotaba la tez curtida de cada uno de nosotros, 36 grados a la sombra, más o menos era la temperatura, en ese momento. Esta perspectiva me hizo dudar de que nuestra iniciativa pudiera tener éxito, sin embargo, no hice ningún comentario para no contrariar las creencias de mi padre, quien era merecedor de todo mi respeto.

Iniciamos el recorrido en la primera parcela, con dirección Norte-Sur, deteniéndonos en cada una de ellas, cantábamos y orábamos por el bienestar de su propietario. La extensión a recorrer era muy larga y la marcha, con sus cánticos y rezos, era muy lenta. Acercándose las 4 de la tarde y próximos a llegar a la última parcela, de repente, el cielo comenzó a oscurecerse, apresuramos el paso para intentar guarecernos en lo que llamábamos la casa de la hacienda. Sin embargo, con rapidez la tempestad no nos dio tregua. La intensidad de la lluvia y la fuerza del viento eran tales que, tuvimos que sujetarnos a los árboles para no ser arrastrados por el torbellino. Pasó la tempestad, pero quedó el frescor de la lluvia y la tierra quedó regada abundantemente. Retornamos al pueblo emparamados, tal como había vaticinado el señor Andrés Manuel, pero muy satisfechos y agradecidos con Dios y San Isidro.

Algunos incrédulos podrían argumentar que, a través de los modernos aparatos electrónicos se podría haber determinado que, en ese día, a esa hora y en ese pueblo estaba previsto que lloviera. Por el contrario, estoy convencido de que, aquel no fue un previsible hecho natural, sino que respondió a la fe que pusimos en nuestras oraciones. Como dice el dicho:  el corazón tiene razones que la razón no entiende. Si todo fuera tan previsible no sería necesario salir con un paraguas cuando los meteorólogos anuncian que ese día no lloverá. Para concluir, quiero pedirle, con la mayor humildad, a todos los ciudadanos del mundo, creyentes o no, que roguemos a Dios para que nos bendiga y proteja de esta peste que amenaza acabar con nuestras vidas ¡Amén!